EL
CUENTO REAL DE LA BELLA Y LA BESTIA
Había una vez...
...Un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y
tres mujeres; y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no
reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros. Las
tres hijas eran muy hermosas; pero la más joven despertaba tanta admiración,
que de pequeña todos la apodaban “la bella niña”, de modo que por fin se le
quedó este nombre para envidia de sus hermanas.
No sólo era la menor mucho más bonita que las otras, sino
también más bondadosa. Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus
riquezas ante quienes tenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se
negaban a que las visitasen las hijas de los demás mercaderes: únicamente las
personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía. Se lo pasaban
en todos los bailes, reuniones, comedias y paseos, y despreciaban a la menor
porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros.
Las tres jóvenes, agraciadas y poseedoras de muchas riquezas,
eran solicitadas en matrimonio por muchos mercaderes de la región, pero las dos
mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un
noble: por lo menos un duque o conde
La Bella —pues así era como la conocían y llamaban todos a
la menor - agradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían
tomarla por esposa, y los atendía con suma amabilidad y delicadeza; pero les
alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos años más en compañía
de su padre.
De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes, y no
le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la
ciudad.
Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando
hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa, donde para
ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos.
Sus dos hijas mayores respondieron con la altivez que siempre
demostraban en toda ocasión, que de ningún modo abandonarían la ciudad, pues no
les faltaban enamorados que se sentirían felices de casarse con ellas, no
obstante su fortuna perdida. En esto se engañaban las buenas señoritas: sus
enamorados perdieron totalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres.
Puesto que debido a su soberbia nadie simpatizaba con ellas, las
muchachas de los otros mercaderes y sus familias comentaban:
—No merecen que les tengamos compasión. Al contrario, nos
alegramos de verles abatido el orgullo. ¡Qué se hagan las grandes damas con las
ovejas!
Pero, al mismo tiempo, todo el mundo decía:
—¡Qué pena, qué dolor nos da la desgracia de la Bella! ¡Esta sí
que es una buena hija! ¡Con qué cortesía le habla a los pobres! ¡Es tan dulce,
tan honesta!…
No faltaron caballeros dispuestos a casarse con ella, aunque no
tuviese un centavo; mas la joven agradecía pero respondía que le era imposible
abandonar a su padre en desgracia, y que lo seguiría a la campiña para
consolarlo y ayudarlo en sus trabajos. La pobre Bella no dejaba de afligirse
por la pérdida de su fortuna, pero se decía a sí misma:
—Nada obtendré por mucho que llore. Es preciso tratar de ser
feliz en la pobreza.
No bien llegaron y se establecieron en la casa de campo,
el mercader y sus tres hijos con ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y
labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba
en limpiar la casa y preparar la comida de la familia. Al principio aquello le
era un sacrificio agotador, porque no tenía costumbre de trabajar tan
duramente; mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrada a este
ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud
perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer, a tocar el
clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Sus
dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de
la mañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus
perdidas galas y visitas.
—Mira a nuestra hermana menor —se decían entre sí—, tiene un
alma tan vulgar, y es tan estúpida, que se contenta con su miseria.
El buen labrador, el padre, en cambio, sabía que la Bella era
trabajadora, constante, paciente y tesonera, y muy capaz de brillar en los
salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las virtudes de su hija menor, y
sobre todo su paciencia, ya que las otras no se contentaban con que hiciese
todo el trabajo de la casa, sino que además se burlaban de ella.
Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades
cuando el mercader recibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío
acababa de arribar, felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta
noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por
fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único
que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa y fatua vida en las
fiestas y teatros, mostrando riquezas; por lo que, no bien vieron a su padre ya
dispuesto para salir, le pidieron que les trajera vestidos, chalinas, peinetas
y toda suerte de bagatelas, La Bella no dijo una palabra, pensando para sí que
todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus
hermanas.
—¿No vas tú a pedirme algo? —le preguntó su padre.
—Ya que tenéis la bondad de pensar en mí —respondió ella—, os
ruego que me traigáis una rosa, pues por aquí no las he visto.
No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su
ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía
nada era sólo por darse importancia.
Partió, pues, el buen mercader; pero cuando llegó a la ciudad
supo que había un pleito andando en torno a sus mercaderías, y luego de muchos
trabajos y penas se halló tan pobre como antes. Y así emprendió nuevamente el
camino hacia su vivienda. No tenía que recorrer más de treinta millas para
llegar a su casa, y ya se regocijaba con el gusto de ver otra vez a sus hijas;
pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y se perdió dentro de él, en
medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a desatarse.
Nevaba fuertemente; el viento era tan impetuoso que por
dos veces lo derribó del caballo; y cuando cerró la noche llegó a temer que
moriría de hambre o de frío; o que lo devorarían los lobos, a los que oía
aullar muy cerca de sí. De repente, tendió la vista por entre dos largas
hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.
Se encaminó hacia aquel sitio y al acercarse observó que la luz
salía de un gran palacio todo iluminado. Se apresuró a refugiarse allí; pero su
sorpresa fue considerable cuando no encontró a persona alguna en los patios. Su
caballo, que lo seguía, entró en una vasta caballeriza que estaba abierta, y
habiendo hallado heno y avena, el pobre animal, que se moría de hambre, se puso
a comer ávidamente. Después de dejarlo atado, el mercader pasó al castillo,
donde tampoco vio a nadie; y por fin llegó a una gran sala en que había un buen
fuego y una mesa cargada de viandas con un solo cubierto. Quizás pecaría de
atrevido, pero se dirigió hacia allí. La tentación fue muy grande, pues la
lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos, se arrimó al fuego para
secarse, diciéndose a sí mismo. “El dueño de esta casa y sus sirvientes, que no
tardarán en dejarse ver, sin duda me perdonarán la libertad que me he tomado.”
Se quedó aún esperando un rato largo, observaba hacia los otros
recintos para tratar de ubicar a algún habitante en la mansión, pero cuando
sonaron once campanadas sin que se apareciese nadie. no pudo ya resistir el
hambre, y apoderándose de un pollo, se lo comió con dos bocados a pesar de sus
temblores. Bebió también algunas copas de vino, y ya con nueva audacia abandonó
la sala y recorrió varios espaciosos aposentos, magníficamente amueblados. En
uno de ellos encontró una cama dispuesta, y como era pasada la medianoche, y se
sentía rendido de cansancio, entumecido y aturdido de la aventura pasada hasta
encontrar este cobijo, decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir.
Eran las diez de la mañana cuando se levantó al día siguiente, y
no fue pequeña su sorpresa al encontrarse un traje como hecho a su medida en
vez de sus viejas y gastadas ropas. “Sin duda”, se dijo, “o no he despertado, o
este palacio pertenece a un hada buena que se ha apiadado de mí.”
Miró por la ventana y no vio el menor rastro de nieve, sino de
un jardín cuyos floridos canteros encantaban la vista. Entró luego en la
estancia donde cenara la víspera, y halló que sobre una mesita lo aguardaba una
taza de chocolate.
—Os doy las gracias, señora hada —dijo en alta voz—, por haber
tenido la bondad de albergarme en noche tan inhóspita y de pensar en mi
desayuno.
El buen hombre, después de tomar el chocolate, salió en busca de
su caballo, y al pasar por un sector lleno de rosas blancas recordó la petición
de la Bella y cortó una para llevársela. En el mismo momento se escuchó un gran
estruendo y vio que se dirigía hacia él una bestia tan horrenda, que le faltó
poco para caer desmayado.
—¡Ah, ingrato! —le dijo la Bestia con una voz terrible—. Yo te
salvé la vida al recibirte y darte cobijo en mi palacio, y ahora, para mi
pesadumbre, tú me arrebatas mis rosas, ¡a las que amo sobre todo cuanto hay en
el mundo! Será preciso que mueras, a fin de reparar esta falta.
El mercader se arrojó a sus pies, juntó las manos y rogó a la
Bestia:
—Monseñor, perdóname, pues no creía ofenderte al tomar una rosa;
es para una de mis hijas, que me la había pedido.
—Yo no me llamo Monseñor —respondió el monstruo—sino la Bestia.
No me gustan los halagos, y sí que los hombres digan lo que sienten; no esperes
conmoverme con tus lisonjas. Mas tú me has dicho que tienes hijas; estoy
dispuesto a perdonarte con la condición de que una de ellas venga a morir en
lugar tuyo. No me repliques: parte de inmediato; y si tus hijas rehúsan morir
por ti, júrame que regresarás dentro de tres meses.
No pensaba el buen hombre sacrificar una de sus hijas a tan
horrendo monstruo, pero se dijo: “Al menos me queda el consuelo de darles un
último abrazo.” Juró, pues, que regresaría, y la Bestia le dijo que podía
partir cuando quisiera.
—Pero no quiero que te marches con las manos vacías —añadió—.
Vuelve a la estancia donde pasaste la noche: allí encontrarás un gran cofre en
el que pondrás cuanto te plazca, y yo lo haré conducir a tu casa.
Dicho esto se retiró la Bestia, y el hombre se dijo:
“Si es preciso que muera, tendré al menos el consuelo de que mis
hijas no pasen hambre.”
Volvió, pues, a la estancia donde había dormido, y halló una
gran cantidad de monedas de oro con las que llenó el cofre de que le hablara la
Bestia, lo cerró, fue a las caballerizas en busca de su caballo y abandonó
aquel palacio con una gran tristeza, pareja a la alegría con que entrara en él
la noche antes en busca de albergue. Su caballo tomó por sí mismo una de las
veredas que había en el bosque, y en unas pocas horas se halló de regreso en su
pequeña granja.
Se juntaron sus hijas en torno suyo y, lejos de alegrarse con
sus caricias, el pobre mercader se echó a llorar angustiado mirándolas. Traía
en la mano el ramo de rosas que había cortado para la Bella, y al entregárselo
le dijo:
—Bella, toma estas rosas, que bien caro costaron a tu
desventurado padre.
Y enseguida contó a su familia la funesta aventura que acababa
de sucederle. Al oírlo, sus dos hijas mayores dieron grandes alaridos y
llenaron de injurias a la Bella, que no había derramado una lágrima.
—Miren a lo que conduce el orgullo de esta pequeña criatura
—gritaban—. ¿Por qué no pidió adornos como nosotras? ¡Ah, no, la señorita tenía
que ser distinta! Ella va a causar la muerte de nuestro padre, y sin embargo ni
siquiera llora.
—Mi llanto sería inútil —respondió la Bella—. ¿Por qué voy a
llorar a nuestro padre si no es necesario que muera? Puesto que el monstruo
tiene a bien aceptar a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia y me
consideraré muy dichosa, pues habré tenido la oportunidad de salvar a mi padre
y demostrarle a ustedes y a él, mi ternura.
—No, hermana —dijeron sus tres hermanos—, tampoco es necesario
que tú mueras; nosotros buscaremos a ese monstruo y lo mataremos o pereceremos
bajo sus golpes.
—No hay que soñar, hijos míos —dijo el mercader—. El poderío de
esa Bestia es tal que no tengo ninguna esperanza de matarla. Me conmueve el
buen corazón de Bella, pero jamás la expondré a la muerte. Soy viejo, me queda
poco tiempo de vida; sólo perderé unos cuantos años, de los que únicamente por
ustedes siento desprenderme, mis hijos queridos.
—Te aseguro, padre mío —le dijo la Bella—, que no irás sin mí a
ese palacio; tú no puedes impedirme que te siga. En parte fui responsable de tu
desventura. Como soy joven, no le tengo gran apego a la vida, y prefiero que
ese monstruo me devore a morirme de la pena y el remordimiento que me daría tu
pérdida.
Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla, y
sus hermanas estaban encantadas, porque las virtudes de la joven les había
inspirado siempre unos celos irresistibles. Al mercader lo abrumaba tanto el
dolor de perder a su hija, que olvidó el cofre repleto de oro; pero al retirarse
a su habitación para dormir su sorpresa fue enorme al encontrarlo junto a la
cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos de aquellas nuevas y grandes
riquezas, ya que habrían querido retornar a la ciudad y él estaba resuelto a
morir en el campo; pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vez le confió
que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros, y que dos de
ellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les permitiera casarse, pues era tan
buena que las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón, a pesar del mal
que le habían hecho.
El día en que partieron la Bella y su padre, las dos perversas
muchachas se frotaron los ojos con cebolla para tener lágrimas con que
llorarlos; sus hermanos en cambio, lloraron de veras, como también el mercader,
y en toda la casa la única que no lloró fue la Bella, pues no quería
aumentar el dolor de los otros.
Echó a andar el caballo hacia el palacio, y al caer la tarde
apareció éste todo iluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo
a la caballeriza, y el buen hombre y su hija pasaron al gran salón, donde
encontraron una mesa magníficamente servida en la que había dos cubiertos. El
mercader no tenía ánimo para probar bocado, pero la Bella, esforzándose por
parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió, aunque pensaba para sí:
“La Bestia quiere que engorde antes de comerme, puesto que me
recibe de modo tan espléndido.”
En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el
mercader, llorando, dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia. No pudo la
Bella evitar un estremecimiento cuando vio su horrible figura, aunque procuró
disimular su miedo, y al interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o
si venía por su propia voluntad, ella le respondió que sí, temblando, que era
decisión propia.
—Eres muy buena —dijo la Bestia—, y te lo agradezco mucho. Tú,
buen hombre, partirás por la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí. Nunca.
Adiós, Bella.
—Adiós, señor —respondió la muchacha.
Y enseguida se retiró la Bestia.
—¡Ah, hija mía —dijo el mercader, abrazando a la Bella— yo estoy
casi muerto de espanto! Hazme caso y deja que me quede en tu sitio.
—No, padre mío —le respondió la Bella con firmeza—, tú partirás
por la mañana.
Fueron después a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la
noche; mas sus ojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada.
Mientras dormía vio la Bella a una dama que le dijo:
—Tu buen corazón me hace muy feliz, Bella. No ha de quedar sin
recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre.
Le contó el sueño al buen hombre la Bella al despertarse; y
aunque le sirvió un tanto de consuelo, no alcanzó a evitar que se lamentara con
grandes sollozos al momento de separarse de su querida hija.
En cuanto se hubo marchado se dirigió la Bella a la gran sala y
se echó a llorar; pero, como tenía sobrado coraje, resolvió no apesadumbrarse
durante el poco tiempo que le quedase de vida, pues tenía el convencimiento de
que el monstruo la devoraría aquella misma tarde. Mientras esperaba decidió
recorrer el espléndido castillo, ya que a pesar de todo no podía evitar que su
belleza la conmoviese. Su asombro fue aún mayor cuando halló escrito sobre una
puerta:
Aposento de la Bella
La abrió precipitadamente y quedó deslumbrada por la
magnificencia que allí reinaba; pero lo que más llamó su atención fue una bien
provista biblioteca, un clavicordio y numerosos libros de música, lo que reunía
todo lo que a ella le hacía la vida placentera.
—No quiere que esté triste —se dijo en voz baja, y añadió de
inmediato—: para un solo día no me habría reunido tantas cosas.
Este pensamiento reanimó su valor, y poco después, revisando la
biblioteca, encontró un libro en que aparecía la siguiente inscripción en
letras de oro:
Disponed, ordenad, vos sois aquí la reina y señora.
—¡Ay de mí —suspiró ella—, nada deseo sino ver a mi pobre padre
y saber qué está haciendo ahora!
Había dicho estas palabras para sí misma: ¡cuál no sería su
asombro al volver los ojos a un gran espejo y ver allí su casa, adonde llegaba,
entonces su padre con el semblante lleno de tristeza! Las dos hermanas mayores
acudieron a recibirlo, y a pesar de los aspavientos que hacían para aparecer
afligidas, se les reflejaba en el rostro la satisfacción que sentían por la
pérdida de su hermana, por haberse desprendido de la hermana que les hacía
sombra con su belleza y bondad. Desapareció todo en un momento, y la Bella no
pudo dejar de decirse que la Bestia era muy complaciente, y que nada tenía que
temer de su parte.
Al mediodía halló la mesa servida, y mientras comía escuchó un
exquisito concierto, aunque no vio a persona alguna. Esa tarde, cuando iba a
sentarse a la mesa, oyó el estruendo que hacía la Bestia al acercarse, y no
pudo evitar un estremecimiento.
—Bella —le dijo el monstruo—, ¿permitirías que te mirase
mientras comes?
—Vos sois el dueño de esta casa —respondió la Bella, temblando.
—No —dijo la Bestia—, no hay aquí otra dueña que tú. Si te
molestara no tendrías más que pedirme que me fuese, y me marcharía enseguida.
Pero dime: ¿no es cierto que me encuentras muy feo?
—Así es —dijo la Bella—, pues no sé mentir; pero en cambio creo
que sois muy bueno.
—Tienes razón —dijo el monstruo—, aun cuando yo no pueda juzgar
mi fealdad, pues no soy más que una bestia.
—No se es una bestia —respondió la Bella— cuando uno admite que
es incapaz de juzgar sobre algo. Los necios no lo admitirían.
—Come, pues —le dijo el monstruo—, y trata de pasarlo bien en tu
casa, que todo cuanto hay aquí te pertenece, y me apenaría mucho que no
estuvieses contenta.
—Sois muy bondadoso —respondió la Bella—. Os aseguro que vuestro
buen corazón me hace feliz. Cuando pienso en ello no me parecéis tan feo.
—¡Oh, señora —dijo la Bestia— , tengo un buen corazón, pero no
soy más que una bestia!
—Hay muchos hombres más bestiales que vos —dijo la Bella—, y
mejor os quiero con vuestra figura, que a otros que tienen figura de hombre y
un corazón corrupto, ingrato, burlón y falso.
La Bella, que ya apenas le tenía miedo, comió con buen apetito;
pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo le dijo:
—Bella, ¿querrías ser mi esposa?
Largo rato permaneció la muchacha sin responderle, ya que temía
despertar su cólera si rehusaba, y por último le dijo, estremeciéndose:
—No, Bestia.
Quiso suspirar al oírla el pobre monstruo, pero de su pecho no
salió más que un silbido tan espantoso, que hizo retemblar el palacio entero;
sin embargo, la Bella se tranquilizó enseguida, pues la Bestia le dijo
tristemente:
—Adiós, entonces, Bella —y salió de la sala volviéndose varias
veces a mirarla por última vez.
Al quedarse sola, la Bella sintió una gran compasión por esta
pobre Bestia.
“¡Ah, qué pena”, se dijo, “que siendo tan bueno, sea tan feo!”
Tres apacibles meses pasó la Bella en el castillo. Todas las
tardes la Bestia la visitaba, y la entretenía y observaba mientras comía, con
su conversación llena de buen sentido pero jamás de aquello que en el mundo
llaman ingenio. Cada día la Bella encontraba en el monstruo nuevas bondades, y
la costumbre de verlo la había habituado tanto a su fealdad, que lejos de temer
del momento de su visita miraba con frecuencia el reloj para ver si eran las
nueve, ya que la Bestia jamás dejaba de presentarse a esa hora, Sólo había una
cosa que la apenaba, y era que la Bestia, cotidianamente antes de retirarse, le
preguntaba cada noche si quería ser su esposa, y cuando ella rehusaba parecía
traspasado de dolor. Un día le dijo:
—Mucha pena me dais, Bestia. Bien querría complaceros, pero soy
demasiado sincera para permitiros creer que pudiese hacerlo nunca. Siempre he
de ser vuestra amiga: tratad de contentaros con esto.
—Forzoso me será —dijo la Bestia—. Sé que en justicia soy
horrible, pero mi amor es grande. Entretanto, me siento feliz de que quieras
permanecer aquí. Prométeme que no me abandonarás nunca.
La Bella enrojeció al escuchar estas palabras. Había visto en el
espejo que su padre estaba enfermo de pesar por haberla perdido, y deseaba
volverlo a ver.
—Yo podría prometeros —dijo a la Bestia—que no os abandonaría
nunca, si no fuese porque tengo tantas ansias de ver a mi padre, que me moriré
de dolor si me negáis ese gusto.
—Antes prefiero yo morirme —dijo el monstruo—que causarte el
pesar más pequeño. Te enviaré a casa de tu padre, y mientras estés allí morirá
tu Bestia de pena.
—¡Oh, no —respondió la Bella llorando—, os quiero demasiado para
tolerarlo! Prometo regresar dentro de ocho días. Me habéis hecho ver que mis
hermanas están casadas y mies hermanos en el ejército. Mi padre se ha quedado
solo. Permitidme que pase una semana en su compañía.
—Mañana estarás con él —dijo la Bestia—, pero acuérdate de tu
promesa. Cuando quieras regresar no tienes más que poner tu sortija sobre la
mesa a la hora del sueño. Adiós, Bella.
La Bestia suspiró, según su costumbre, al decir estas palabras,
y la Bella se acostó con la tristeza de verlo tan apesadumbrado. Cuando
despertó a la mañana siguiente se hallaba en casa de su padre. Sonó a poco una
campanilla que estaba junto a la cama y apareció la sirvienta, quien dio un
gran grito al verla. Acudió rápidamente a sus voces el buen padre, y creyó
morir de alegría porque recobraba a su querida hija, con la cual estuvo
abrazado más de un cuarto de hora.
Luego de estas primeras efusiones, la Bella recordó que no tenía
ropas con que vestirse, pero la sirvienta le dijo que en la vecina habitación
había encontrado un cofre lleno de magníficos vestidos con adornos de oro y
diamantes. Agradecida a las atenciones de la Bestia, pidió la Bella que le
trajesen el más modesto de aquellos vestidos y que guardasen los
otros para regalárselos a sus hermanas; pero apenas había dado esta orden
desapareció el cofre. Su padre comentó que sin duda la Bestia quería que
conservase para sí los regalos, y al instante reapareció el cofre donde
estuviera antes.
Se vistió la Bella, y entretanto avisaron a las hermanas, que
acudieron en compañía de sus esposos. Las dos eran muy desdichadas en sus
matrimonios, pues la primera se había casado con un gentilhombre tan hermoso
como Cupido, pero que no pensaba sino en su propia figura, a la que dedicaba
todos sus desvelos de la mañana a la noche, menospreciando la belleza de su
esposa. La segunda, en cambio, tenía por marido a un hombre cuyo gran talento
no servía más que para mortificar a todo el mundo, empezando por su esposa.
Cuando vieron a la Bella ataviada como una princesa, y más
hermosa que la luz del día, las dos creyeron morir de dolor. Aunque la Bella
les hizo mil caricias no les pudo aplacar los celos, que se recrudecieron
cuando les contó lo feliz que se sentía. Bajaron las dos al jardín para llorar
allí a sus anchas.
—¿Por qué es tan dichosa esa pequeña criatura? ¿No somos
nosotras más dignas de la felicidad que ella?
—Hermana —dijo la mayor—, se me ocurre una idea. Tratemos de
retenerla aquí más de ocho días: esa estúpida Bestia pensará entonces que ha
roto su palabra, y quizás la devore.
—Tienes razón, hermana mía —respondió la otra—. Y para
conseguirlo la llenaremos de halagos.
Y tomada esta resolución, volvieron a subir y dieron a su
hermana tantas pruebas de cariño, que la Bella lloraba de felicidad. Al
concluirse el plazo comenzaron a arrancarse los cabellos y a dar tales muestras
de aflicción por su partida, que les prometió quedarse otros ocho días.
Sin embargo, la Bella se reprochaba el pesar que así causaba a
su pobre monstruo, a quien amaba de todo corazón, y se entristecía de no verlo.
La décima noche que estuvo en casa de su padre, soñó que se hallaba en el
jardín del castillo, y que veía cómo la Bestia, inerte sobre la hierba, a punto
de morir, la reconvenía por sus ingratitudes. Despertó sobresaltada, con los
ojos llenos de lágrimas.
“¿No soy yo bien perversa”, se dijo, “pues le causo tanto pesar
cuando de tal modo me quiere? ¿Tiene acaso la culpa de su fealdad y su falta de
inteligencia? Su buen corazón importa más que todo lo otro. ¿Por qué no he de
casarme con él? Seré mucho más feliz que mis hermanas con sus maridos. Ni la
belleza ni la inteligencia hacen que una mujer viva contenta con su esposo,
sino la bondad de carácter, la virtud y el deseo de agradar; y la Bestia posee
todas estas cualidades. Aunque no amor, sí le tengo estimación y amistad. ¿Por
qué he de ser la causa de su desdicha, si luego me reprocharía mi ingratitud
toda la vida?
Con estas palabras la Bella se levantó, puso su sortija sobre la
mesa y volvió a acostarse. Apenas se tendió sobre la cama se quedó dormida, y
al despertarse a la mañana siguiente vio con alegría que se hallaba en el
castillo de la Bestia. Se vistió con todo esplendor por darle gusto, y creyó
morir de impaciencia en espera de que fuesen las nueve de la noche; pero el
monstruo no apareció al dar el reloj la hora. Creyó entonces que le habría
causado la muerte, y exhalando profundos suspiros, a punto de desesperarse,
recorrió la Bella el castillo entero, buscando inútilmente por todas partes.
Recordó entonces su sueño y corrió por el jardín hacia el estanque junto al
cual lo viera en sueños. Allí encontró a la pobre Bestia sobre la hierba,
perdido el conocimiento, y pensó que había muerto. Sin el menor asomo de horror
se dejó caer a su lado, y al sentir que aún le latía el corazón, tomó un poco
de agua del estanque y le roció la cabeza. Abrió la Bestia los ojos y dijo a la
Bella:
—Olvidaste tu promesa, y el dolor de haberte perdido me llevó a
dejarme morir de hambre. Pero ahora moriré contento, pues tuve la dicha de
verte una vez más.
—No, mi Bestia querida, no vas a morirte —le dijo la Bella—,
sino que vivirás para ser mi esposo. Desde este momento te prometo mi mano, y
juro que no perteneceré a nadie sino a ti. ¡Ah, yo creía que sólo te tenía
amistad, pero el dolor que he sentido me ha hecho ver que no podría vivir sin
verte!
Apenas había pronunciado estas palabras la Bella vio que todo el
palacio se iluminaba con luces resplandecientes: los fuegos artificiales, la
música, todo era anuncio de una gran fiesta; pero ninguna de estas bellezas
logró distraerla, y se volvió hacia su querido monstruo, cuyo peligro la hacía
estremecerse. ¡Cuál no sería su sorpresa! La Bestia había desaparecido y en su
lugar había un príncipe más hermoso que el Amor, que le daba las gracias por
haber puesto fin a su encantamiento. Aunque este príncipe mereciese toda su
atención, no pudo dejar de preguntarle dónde estaba la Bestia.
—Aquí, a tus pies —le dijo el príncipe—. Cierta maligna hada me
ordenó a permanecer bajo esa figura, privándome a la vez del uso de mi
inteligencia, hasta que alguna bella joven consintiera en casarse conmigo. En
todo el mundo tú sola has sido capaz de conmoverte con la bondad de mi corazón,
ni aun ofreciéndote mi corona podría demostrarte la gratitud que te guardo y
nunca podré pagar la deuda que he contraído contigo.
La Bella, agradablemente sorprendida, tendió su mano al hermoso
príncipe para que se levantase. Se encaminaron después al castillo, y la joven
creyó morir de dicha cuando encontró en el gran salón a su padre y toda la familia,
a quienes la hermosa dama que viera en sueños había traído hasta allí.
—Bella —le dijo esta dama, que era un hada poderosa—, ven a
recibir el premio de tu buena elección: has preferido la virtud a la belleza y
a la inteligencia, y por tanto mereces hallar todas estas cualidades reunidas
en una sola persona. Vas a ser una gran reina: yo espero que tus virtudes no se
desvanecerán en el trono. Y en cuanto a vosotras, señoras —agregó el hada,
dirigiéndose a sus hermanas—, conozco vuestro corazón y toda la malicia que
encierra. Convertíos en estatuas, pero conservad vuestra razón adentro de la
piedra que va a envolveros. Estaréis a la puerta del palacio de vuestra
hermana, y no os pongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad. No
podréis volver a vuestro primer estado hasta que reconozcan vuestras faltas;
pero me temo mucho que no dejaréis jamás de ser estatuas. Pues uno puede
recobrarse del orgullo, la cólera, la gula y la pereza; pero es una especie de
milagro que se convierta un corazón maligno y envidioso.
En este punto dio el hada un golpe en el suelo con una varita y
transportó a cuantos estaban en la sala al reino del príncipe. Sus súbditos lo
recibieron con júbilo, y a poco se celebraron sus bodas con la Bella, quien
vivió junto a él muy largos años en una felicidad perfecta, pues estaba fundada
en la virtud
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